jueves, 17 de septiembre de 2009
Hurgando en la memoria...
Es la tarde, sé que está despejada aunque veo desde mi ventana caer el silencio, más el dulce goteo sobre el marfil del llanto celestial. Ruego a todas estas cartas que acabo de tirar, que no me juzguen y que detecten mi verdadera esencia al pronunciar estas palabras. No miento, solo hurgo en ésta memoria que de vez en cuando tiende a fallarme, sobretodo cuando tiendo a despedirme. Quiero creer que el miedo no va a vencerme ésta vez, y que el luto me va a ser corto, ya que él nunca decidió ponérmelo fácil.
Recuerdo que con el otoño cayeron sus últimas palabras y que él se esfumó junto con ellas. También recuerdo que en aquel entonces mi tren se descarriló y nunca más volví a ser la misma, sobretodo cuando el riel iba sobre las vías a punto de desviarse y chocar para acabar con la vida de todos mis pasajeros, pero fue en ese entonces que un ángel, un milagro, me ayudó a ponerlo nuevamente en marcha y sobre el carril correcto. Protesté al principio, pues, yo no veía nada, solo sentía que todo estaba perdido. Fueron casi cinco meses en los que lo único que hacíamos era tambalear sobre el tren y crueles tormentas nos ponían el continuar de la vida, más difícil. Mis pasajeros suspiraron cuando por fin, al quinto mes, todo marchaba nuevamente bien preguntándose qué habría hecho yo, o qué habría pasado para que, hasta el sol volviera a brillar. –prefiero hacer una pausa; los años no vienen solos y la nostalgia, tampoco – Hoy por hoy, me cuesta razonablemente despegarme de aquella persona que me salvó en cuerpo, en alma y en corazón… Pero si tiré las cartas, y si aposté de nuevo, y si el tiempo no me alcanza… Debo confesar fuertemente que por fin me desprendo de todo aquel sostén que hasta el día de hoy fue el que me ayudó a comprender el porqué de la vida, sin saberlo. Es por eso que despego hasta mis alientos en esta abrupta confesión. Tal vez, es porque decidí entre la inmadurez y el respeto, optando, obviamente, por mi querido respeto. Pero antes de cualquier movimiento en falso, tal vez ayude a entender una carta. Si, y quizá la única que no vaya a tirar, pero tampoco entregarle. Ya estoy muy vieja para esto y triste me pone tal vez alejarlo cada vez más. Podría regocijarme en mis ámbitos y dictar una poesía simple y concisa que con palabras complicadas explique el por qué de mi renuncia, o tal vez, una carta bien amplia que le detalle mi eterno agradecimiento. Detesto hacer esto, se ve que cada vez pierdo más el pulso, más cuando se trata de despedidas enormes, pero a veces no nos queda mucho tiempo para tomar un nuevo camino y volver a empezar.
Aún lo recuerdo, pues las flores cubrían nuestros besos y las rosas jamás se marchitaban. – Como me gustaba mirarlo a los ojos – Y aún huelo su aroma, las risas de aquella salvación, los suspiros, la tentación de envolverlo solo para mí… Pero como siempre, los años envuelven el tesoro más valioso, como el pirata, para que otros le den vida con sus misterios, curiosidades y así dejo a un lado la impotencia, los celos, la nostalgia.
Tengo entre mis manos, en este instante, un regalo de mi madre (a quién por cierto pronto encontraré luego de tantísimo tiempo sin sus quejidos, sin sus lágrimas, sin sus protestaciones, sin sus palabras de aliento, sin todo aquello que ella me daba), que envolveré también junto a ésta carta, pues es importante, que si alguna vez la encontrará él, pudiera entender con más claridad la diversificación de nuestros caminos y el porqué de mi rotunda espera.
Bueno, basta de vueltas, basta de recuerdos, a veces hay que decirle basta a la mente y proyectarla en lo que uno quiere, sino, a ésta le gusta divagar y aprovecharse de nuestras desventajas. Llegó el momento de cerrar el capitulo que hace años empecé: “Te dejo:
Hoy por hoy, desvivo este sentimiento
pues sé que no tiene futuro,
pues aunque las fuerzas desistan
cada día pierdo un poco más.
Frente al respeto y a la inmadurez,
elijo dejarte fluir,
elijo el respeto ante mi corazón
y te doy lugar a vos,
Aunque duela, aunque sea corta
la ocasión, prefiero desmentir
este paso en bruto, pero no en falso.
Sí, dos años, una eternidad
Que la muerte puede robarme
y es por eso, que otro pie use para empezar.
Una nueva manera; tal vez,
haya tirado definitivamente tus rosas
Que por tanto tiempo me dieron tantos
aromas deliciosos, tantas sonrisas
tantas ganas.
Gracias, porque por vos recuperé mi vida.
Gracias por cada momento en el que estuviste;
pero si te vas, prefiero darte lugar
y enterrarte bien lejos, quizá en un lugar
donde pueda encontrarte
Distinguiendo aquellos símbolos,
que solo distinguía contigo.
Me abro, sí. La espera es hermosa,
pero es ingrata para mi tiempo
Debo, quiero y tengo que dejarte.
Por estos tiempos.
Solo me quedan letras que acontecen
a una palabra que te debí por mucho tiempo: Gracias.
Fuiste, sos y serás dentro de mí,
esa salvación que jamás pensé, existiría,
y hoy te libero y me libero para
volver a conducir este tren, que me pertenece.
Una caricia, un beso, un susurro,
una gran diferencia y distancia,
Y en el fondo la más hermosa sonrisa.
Ahora soy yo quien debe partir…”
Como siempre en mis manuscritos, un final inconcluso. Tal vez esté mintiendo, pues no olvidemos que la memoria no es mi mejor compañera en este momento y nunca lo fue ya que: recordó lo que quiso, me torturó con lo que pudo, me enseño a la fuerza y ahora me hace olvidar. Pero no viene al caso, sintiendo que ya le gané después de tanto que luché en contra de ella y recurrí a ella para aprender de ésta vida. Estoy feliz; Y siento nostalgia, pero cuento con olvidarla pronto. La satisfacción envuelve mis dedos, mis manos cansadas, ya no tiemblan y mi pulso se desaceleró por completo: Respiro con calma.
Diez minutos para el amanecer, tal vez, deshago una soga que envolvía con calidez a una bolsa de seda roja y dorada, y meto la carta con el anillo (el anillo de mi madre, su regalo). Vuelvo nuevamente a atar un nudo con la soga y meto el paquete en el bolsillo de mi campera. La casa del mar me espía nuevamente al salir descalza sobre la arena tibia. Nunca me confíe a mi misma en esa casa, pues no era mía, pero era estrecha y donde había vivido casi mi eternidad, con tantos viajeros en el camino y uno único que se digno a quedarse y a retirarse con lo único que habíamos construido juntos: Leticia, después de varios años de comprobar que mi corazón no le pertenecía a él. Aún le pido perdón a donde esté, y por si me escucha.
Seis minutos para el amanecer. Me despojo de mi campera y la entierro bajo una palmera que había estado siempre cerca de mi casa, para dirigirme nuevamente hasta mi pocilga. Tomo el teléfono y marco el número eterno: el tuyo.
- Hola, Anabel.
- Darío. Después de mucho tiempo, ejerzo por fin lo que por tanto tiempo oculte. No tengo mucho tiempo, faltan cuatro minutos para que amanezca.
- Cinco.
- No viene al caso, necesito que… dejes a tu familia un minuto, por una vez en tu vida. Que en el lugar de siempre, te dejé, tal vez, mi eterno corazón.
- Anabel… - tal vez en ese momento, una lágrima me desmoronó, pero ya me iba a olvidar – nunca, pero nunca en toda ésta vida, me olvidé de vos.
- Viejo decrepito, diez años, eran diez años. – me reí.
- Son, diez años. – me recordó.
- No cambia el tiempo, cambian las personas. Los caminos fueron disyuntivos.
- Vos sola, yo solo.
- Que gran coincidencia, siempre fue exactamente la misma. Lástima que dejamos familia en el camino. Por favor, quedan tres minutos… No te olvides, está en el lugar de siempre. Tengo que colgar, me llaman afuera. Tanto, tanto, pero tanto te quiero. Me ganaste ¿Sabes?
- ¿Así nomás decís “Adiós”?
- No me sobra el tiempo, si así lo fuera tal vez… entonces mi Adiós sería el fruto de tantos años perdidos. Chau, Darío.
Con esa despedida finalmente, y con mis piernas frágiles, retire todo rasgo de dolor de mi cara y salí aún quedando dos minutos para el amanecer. Los rayos dorados comenzaban por mis ojos, alumbrándolos y el mar abrazaba mis pies… Respiré hondo y caminé hacia la eternidad, dónde siempre había pertenecido mientras que ya estaba ahí, hermoso y perfecto: el amanecer, del que ahora seguro me iba a adueñar para siempre.
Dos horas más tarde, llegó él a la playa y en un intento fallido de buscarla se resignó a ir a aquel lugar en donde ella le había indicado. Tomó el sobre oculto en la campera y desenvolvió, regalándole al viento, la soga y la bolsa de seda. Tomó el anillo y la carta. Leía y, sin ella saberlo, la comprendió enseguida. Guardó la carta en su bolsillo, colocándose el anillo sobre su dedo y repitiéndose a él mismo el pedazo borroso del final: Te quiero y te extraño; te quiero y no puedo más… dejarte es más fácil.
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