sábado, 26 de julio de 2008
Adivina quièn...
Allí estaba sentada en el bar, pensando, quizá habitando una espera o ansiando por una casualidad… Inmóvil, reflexionando, pero también atenta a la puerta de aquel lugar. Afuera sonaba la lluvia caudalosa, que hacía tres horas no dejaba de mojar. Un paraguas negro por la entrada cerrándose frente al rostro de un apuesto joven, quien sonreía con picardía y a la vez mucha curiosidad. La mujer que yacía soñando despierta, volcó su café sobre su chaqueta, pero no obstante unos ojos marrones claros se posaron frente su nariz, “Disculpé… ¿Es usted la srita…?” y mucho antes de que terminara su frase con gracia la mujer asintió.
Pasando los minutos de aquel reloj de agua, se encontraban los dos, mirándose fríamente pero con una pizca dulce. Vidas opuestas unidas en un encuentro de extraños, que se conocían de toda la vida. De repente voló un papel insignificante para todo aquel reunido allí, pero importante para los dos. ¿Un negocio? No. ¿Un romance? Quizá. ¿Otro encuentro? Si, perfecto. El papel resbaló tímidamente al abrirse la puerta del local, una brisa, un choque. Sus manos se encontraron en un piso frío vacío de emociones. Y en ese momento el mismo mundo que los dividía, los unió. Inmediatamente salieron del local. La mujer brincó de su asiento, tomó su chaqueta y sus tacones resonaron sobre la música que emitía la radio, mientras que el joven pasó como un susurro.
Afuera, seguía lloviendo y era muy tarde. El muchacho abrió el paraguas cubriendo a la señora, y enseguida al doblar la esquina se perdieron. ¿Pero qué? No, solo se perdieron los últimos rastros de calidez. Ahora estaba mucho más fresco pero la lluvia comenzaba a césar. Ellos caminaban con un solo rumbo, ellos mismos.
Llegaron a una puerta de madera, una casa. El hombre, giró el picaporte dorado y entro besándose con aquella mujerzuela. Su pasión era irreversible, no podía frenarse con nada. La madre del joven, quien aún rondaba por ahí, quedó asombrada, pero ellos como si nada existiera subieron a la habitación, tirandose en la cama, pero errando y cayendo al suelo. Ambos se miraron y con cara de “Esto sería una locura para cualquiera” comenzaron a reírse. De todos modos, qué importaba.
Indecisos los dos, cayeron en sus trampas, no apagaron el fuego, pero lo bajaron. Las aguas estaban más calmas, no obstante no el cariño o la seducción. Comenzaron con un enredo de suaves y tersas caricias. La noche solo era de ellos, y aún no sabría si sería la única, pero como todo… tuvo su final. Fue entonces cuando la mujer, toda llorosa, sin decir palabra, tomo sus ropas, sus abrigos y aún expectante se marcho. El joven, también en su estado de no entender demasiado, solo pudo pensar… Y volar… Y pensar, en ese entonces, revolviendo sobre su ropa y oliendo el perfume a fresias de ella, sintió algo en su pantalón, en su bolsillo, una nota. Él lo sabía… Esa no sería la última vez… “Adivina quién escribe y vuelve al mismo lugar.”
Por la tarde del otro día, volvió a marchar por una calle sin rumbo, hasta llegar a ese bar. Ya no llovía y la calidez del lugar parecía impregnarse en cada persona. Dio a relucir sus cabellos, y de frente la vio leyendo. Nuevamente se acercó, y le susurró… “Adivina quién escribe y te diré que sabor tienen tus besos”...
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